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Diario 43: a mis 12

A mis 11/12 años me dieron un móvil de abrir y cerrar, típico Nokia, para poder llamar a mis padres cuando nos íbamos de campamentos. Lo tenían requisado los monitores hasta que tocaba el martes o el jueves por la tarde y podías hablar un rato con ellos para contarles que Juan se había caído de la canoa o que te habían dejado una carta diciendo que eras la más patosa del campamento en el buzón secreto. En fin, gran época.

De ese primer contacto, rápidamente pasamos a que ese Nokia fuera mío y que pudiera meter temazos como Jueves de La Oreja de Van Gogh, Replay de Iyaz y Danza Kuduro de Don Omar y Lucenzo en el móvil para ser la más guay (o eso pensabas hasta que conocías al pasao que tenía hermanos mayores y escuchaba Red Hot, Blink 182 y The Offspring).

Mientras tanto, en la ESO empezaron los iPod Touch de colores, donde podías hacer fotos, tener redes sociales, buscar cualquier cosa en Safari…
“¿Cómo se reproducen las mariquitas?” fue la primera búsqueda que hice con mi prima mayor Berta, que me iba actualizando de todas las novedades un buen verano en Huelva. En aquel momento tenías un iTouch y una BlackBerry y eras Dios. Luego ya dependía de la música que escucharas, cómo editaras las fotos y el pie de foto que eligieras.
Con 15 años ya estábamos en todas las redes subiendo de todo, chateando con cualquiera y, si habías tenido la suerte y el privilegio de irte a estudiar fuera, sabías que los amigos que hicieras, si seguías hablando con ellos, podían convertirse en amistades para toda la vida.

Es un tema cómo ha cambiado esto entre generaciones y cómo lo vivían nuestros padres antes. No estoy contando nada loco, ni nada que todos nosotros no hayamos pensado y comentado millones de veces. Pero el otro día, en una charla de introducción a la IA en la Fundación, hablábamos de que todo este amable camino que hemos recorrido nosotros. primero llamar, luego tres canciones, luego unos videojuegos, y después ya el poder encontrar cualquier tipo de información en un segundo. Ha sido un proceso larguísimo, aunque rápido, de cómo se han ido despertando en nosotros las diferentes inquietudes y de cómo cada uno se había hecho a las nuevas tecnologías en su día a día, desde los 11 (como edad en la que empezaba a ser accesible) hasta los 15, que buscabas lo que te daba la gana. Sin embargo, en muchos países no han vivido esta adaptación paulatina, o mejor dicho, en muchas casas y en muchos barrios. Ha sido de cero a cien. En algunas casas ha sido pasar de no tener luz a tener un móvil donde ver TikTok en un mismo día.

En ese proceso de ir alucinando con cada paso que daba el mundo del smartphone, y que teníamos la suerte de ver y seguir muy de cerca (aunque en pocos años haya pasado volando), hemos ido entendiendo y viviendo la evolución. Un alumno de la escuela que no haya salido todavía ni de su comunidad a sus 17 años (literalmente los hay), al que una fundación le puso electricidad en su casa hace un par de años, tiene su primer contacto con los móviles a través de un algoritmo que lo atrapa en las cosas más banales.

Porque es lo que nos cuenta Elisa, que algunas madres de nuestros alumnos están en TikTok todo el día. “Se la pasan en el celu”, nos dice. Sin estudios, con trabajos muy precarios y nada estables. La mayoría del tiempo están con el móvil, con intereses tristemente poco cultivados porque no han tenido oportunidad.
No sé, en esta circunstancia me parece más complicado que no haya un atracón a redes sociales y los vicios que pueden traer los móviles si no ha habido una educación previa sobre todas las posibilidades de aprendizaje y funcionalidad que aportan.

Y se necesita mucha educación, y ojalá dentro de las aulas pudiéramos dedicarle más tiempo a esto. Por eso se creó la School for Parents, porque hay mil necesidades que hay que seguir cubriendo, mil temas a tocar sobre las aristas educativas que no da tiempo físico a ver en el colegio.



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